MARCELO LILLO: TERREMOTO Y NIEBLA
Por K. Ramone
La prosa en Chile suele ser mediocre, y sus autores, obviamente, justificadamente mediocres. Hay —pero acá nombraré sólo a muertos— excepciones: Droguett siempre, a veces y a ratos Rojas, las pocas veces que pudo la Bombal, Emar cuando legible e ilegible. Sobre todo Roberto Bolaño. Pero ninguno de ellos es chileno o chilena en estricto rigor; no podríamos ser tan caraduras. Bueno, digamos que pueden ser chilenos, pero no siempre (por último, discutamos qué es esa copia/plagio feliz del Edén llamada Chile/chilenidad: lo vago con grado de absoluta chilenidad). Chile no luce narradores con la fuerza con que enarbola poetas. A diferencia de Argentina, por ejemplo, tiene escasos prosistas de alto nivel; pero de repente aparecen, con la regularidad de un terremoto y con la misma capacidad de movernos el piso. Cuando eso ocurre, dan ganas de agradecer. No todo estaba perdido y hay editoriales que cada tanto apuestan por la literatura de verdad. Así ocurrió con Bolaño. Lo leemos; nos asombramos; seguimos de asombro en asombro; después muere. Algo no muere con Bolaño, pero él muere en lo luctuoso de tal verdad. Luego, otra vez, la nada. Hasta que aparece, ahora, Marcelo Lillo.
Marcelo Lillo es un buen escritor porque cumple con el deber que tiene que guiar a un escritor: ser primero un buen lector. No es necesario ser escritor para ser un buen lector; sin embargo, no se puede ser al mismo tiempo un mal lector y un buen escritor. Habrá excepciones, pero ya conocemos la fábula de las excepciones y las reglas. Lillo lee a Poe, Joyce, Lowry, Capote, Hemingway, Borges, DeLillo, Salinger, sobre todo a Carver, entonces a Cheever y entonces a Chejov. Y a Bolaño. Y se nota y se agradece. Los escritores chilenos no suelen leer a esos autores; hablamos de lecturas de verdad. Suelen pasar por las páginas, para después volver a la misma listita repetida ya por más de una generación de cuentistas y novelistas chilenos. Y se nota y por dios que asquea.
Desde Bolaño que no tenía la oportunidad de agradecer la llegada de un escritor de verdad. Lo curioso es que ambos, Bolaño y Lillo, llegaron vía Europa; en ambas vidas aparece un insensato buen ojo de apellido Echevarría; a ambos los publicaron en España antes que en Santiago. Pero Lillo vive en el sur de Chile, en Niebla, nombre que, como un signo, evoca uno de los títulos mayores de Carver. Lillo me gusta, escribe condenadamente bien. Lillo ama a Carver y es un amor correspondido; y además son distintos y eso es mejor. Su línea, que remite al Carver traducido al español, se agradece, ya que no se queda ahí y sitúa la densidad fría —aunque no inmisericorde— de ese tono y esa épica miserable y cotidiana en otra realidad, la de Lillo, la de un escritor que se sabe tal y actúa en consecuencia, provisto de la seriedad y el humor del caso. Lillo es un boxeador de verdad, un guapo, un tipo tierno también (ya dije que es un boxeador de verdad). No se asombra con huevadas. Marcelo Lillo es todo lo que se ha dicho de él, aunque es más. Respira, toma pisco sour, opina, tiene una colt 45 con forma de destino o de desvío, y una casa con ventanas y perro, y rendijas por donde entran y salen cosas. No viene a vender la pomada ni a autovendérsela. Tiene ego, pero un ego que habla desde un oficio serio; tiene ego, y qué bien que lo tenga, pues el ego es necesario cuando sirve al oficio y la rigurosidad. Tiene ego y tiene sobre todo el derecho a tenerlo. Si a eso le añadimos una técnica, un conocimiento rico de los ritmos y quiebres narrativos, una distancia necesaria respecto de sus personajes y una deriva ácida que los habita, en fin, un manejo del relato que nos golpea en pleno mentón y nos deja tomar aire y luego nos vuelve a pegar en cada costilla y cada músculo, entonces estamos hablando de un escritor de verdad.
Marcelo Lillo es un buen escritor porque cumple con el deber que tiene que guiar a un escritor: ser primero un buen lector. No es necesario ser escritor para ser un buen lector; sin embargo, no se puede ser al mismo tiempo un mal lector y un buen escritor. Habrá excepciones, pero ya conocemos la fábula de las excepciones y las reglas. Lillo lee a Poe, Joyce, Lowry, Capote, Hemingway, Borges, DeLillo, Salinger, sobre todo a Carver, entonces a Cheever y entonces a Chejov. Y a Bolaño. Y se nota y se agradece. Los escritores chilenos no suelen leer a esos autores; hablamos de lecturas de verdad. Suelen pasar por las páginas, para después volver a la misma listita repetida ya por más de una generación de cuentistas y novelistas chilenos. Y se nota y por dios que asquea.
Desde Bolaño que no tenía la oportunidad de agradecer la llegada de un escritor de verdad. Lo curioso es que ambos, Bolaño y Lillo, llegaron vía Europa; en ambas vidas aparece un insensato buen ojo de apellido Echevarría; a ambos los publicaron en España antes que en Santiago. Pero Lillo vive en el sur de Chile, en Niebla, nombre que, como un signo, evoca uno de los títulos mayores de Carver. Lillo me gusta, escribe condenadamente bien. Lillo ama a Carver y es un amor correspondido; y además son distintos y eso es mejor. Su línea, que remite al Carver traducido al español, se agradece, ya que no se queda ahí y sitúa la densidad fría —aunque no inmisericorde— de ese tono y esa épica miserable y cotidiana en otra realidad, la de Lillo, la de un escritor que se sabe tal y actúa en consecuencia, provisto de la seriedad y el humor del caso. Lillo es un boxeador de verdad, un guapo, un tipo tierno también (ya dije que es un boxeador de verdad). No se asombra con huevadas. Marcelo Lillo es todo lo que se ha dicho de él, aunque es más. Respira, toma pisco sour, opina, tiene una colt 45 con forma de destino o de desvío, y una casa con ventanas y perro, y rendijas por donde entran y salen cosas. No viene a vender la pomada ni a autovendérsela. Tiene ego, pero un ego que habla desde un oficio serio; tiene ego, y qué bien que lo tenga, pues el ego es necesario cuando sirve al oficio y la rigurosidad. Tiene ego y tiene sobre todo el derecho a tenerlo. Si a eso le añadimos una técnica, un conocimiento rico de los ritmos y quiebres narrativos, una distancia necesaria respecto de sus personajes y una deriva ácida que los habita, en fin, un manejo del relato que nos golpea en pleno mentón y nos deja tomar aire y luego nos vuelve a pegar en cada costilla y cada músculo, entonces estamos hablando de un escritor de verdad.
Marcelo Lillo ha publicado El Fumador y otros relatos, y ahora, este mes, Gente que Baila Sola, su segunda colección de cuentos. Ya vendrá su primera novela, al parecer el año que viene. No sé si habrá Marcelo Lillo para rato —pues uno ni siquiera sabe si habrá mundo o habrá ganas de estar en el mundo por mucho rato—, pero sí sé que ahora hay Marcelo Lillo y es algo que agradezco, que agradezco de verdad.
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